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Sobre los conceptos de retroalimentación y devolución en la evaluación formativa

En los últimos años hay una insistencia cada vez más fuerte en la evaluación formativa. Aparece continuamente mencionada en documentos, normas de evaluación y propuestas pedagógicas. Sin embargo es muy difícil llevarla a la práctica dentro del paradigma educativo del que formamos parte. Los docentes quedamos como entrampados entre demandas contradictorias: Hagan evaluación formativa, pero no olviden calificar; atiendan a cada estudiante y respeten la diversidad, pero todos deben aprender todo lo que está en el currículo; desarrollen el pensamiento crítico, pero no dejen temas sin dar; …y no bajen el nivel de exigencia, pero que todos aprueben…

Una persona caminando en un laberinto de piedras sobre la arena al lado del mar
La devolución implica ayudar al estudiante a construir autoconciencia, a “darse cuenta”

Es muy difícil hacer evaluación formativa, en primer lugar, porque la calificación sigue estando presente como elemento central del sistema educativo, más allá de cambios superficiales en las denominaciones o escalas empleadas para calificar. En segundo lugar, por la sobrecarga de estudiantes y de demandas curriculares que el docente debe atender. Y , además, porque somos en cierto grado prisioneros de la historia de prácticas de enseñanza en las que fuimos formados, basadas en que el docente es siempre quien evalúa y juzga las tareas del estudiante.


En este posteo quiero dejar una reflexión sobre los conceptos de retroalimentación y devolución en la evaluación formativa. Muchas veces se los entiende como sinónimos. Sin embargo tienen diferencias que involucran prácticas y sentidos diferentes.


La evaluación formativa suele ser planteada como sinónimo de “retroalimentación”. Esta palabra es una traducción literal del término inglés "feedback", acuñado en torno a 1920 con relación a los circuitos eléctricos y adoptado luego en la cibernética y la ingeniería. Se usaba para referirse a un método de control, en el que los resultados obtenidos en un proceso o actividad son reintroducidos en el sistema con el objeto de realizar las modificaciones necesarias para optimizar su funcionamiento.


Por ejemplo, se identifican las desviaciones en la trayectoria de un satélite y se comunican las correcciones necesarias para “recalcular” la ruta y lograr que llegue a su objetivo. Sin un mecanismo de retroalimentación, el satélite se comportaría como una flecha que una vez disparada se desvía levemente por el viento, no puede modificar su trayectoria y por lo tanto no llega a su objetivo.

Un satélite orbitando sobre la Tierra

A partir de mediados del siglo XX este concepto fue incorporado al ámbito educativo, bajo la influencia de la psicología conductista, a partir del interés de corregir y mejorar comportamientos en contextos de enseñanza. En este primer momento la retroalimentación fue concebida como información inmediata dada al estudiante para reforzar respuestas correctas o promover la corrección de “errores”.


Con la evolución de la psicología educativa y el desarrollo de los enfoques constructivistas del aprendizaje, la retroalimentación comenzó a entenderse no solo como corrección, sino sobre todo como un elemento orientado a apoyar la reflexión y la autorregulación del estudiante. Investigadores como Sadler, Hattie y Black & Wiliam contribuyeron a expandir esta visión, destacando que la retroalimentación efectiva no se limita a decir si algo está bien o mal, sino que ofrece información orientada a que el alumno comprenda por sí mismo la brecha entre su desempeño actual y el buscado. Así, la retroalimentación se transformó en un componente esencial de la evaluación formativa.


Una cuestión central en este punto es: ¿quién dirige el proceso? La noción original de retroalimentación tiene dos connotaciones importantes: i) el objetivo al que se dirige el satélite está prefijado; ii) el satélite no tiene nada que hacer por sí mismo, no toma decisiones, es un objeto. En educación la situación es completamente otra: el aprendizaje lo hace un sujeto, un ser humano que tiene deseos, motivaciones y libertad de decisión. Para que el aprendizaje ocurra necesitamos que el estudiante quiera aprender. Y, además, si bien hay un horizonte de aprendizajes al cual dirigirse, el objetivo está abierto, no hay una meta predefinida en forma inamovible a la que deben llegar todos los estudiantes.


“En la introducción a su libro ‘Guitarra’, Dan Morgan (1965) escribió, ‘Nadie puede enseñarte a tocar la guitarra’. Esto resultaba bastante extraño, porque el subtítulo del libro es ‘El libro que te enseña todo lo que necesitas saber sobre tocar la guitarra’. De todas formas, Morgan aclaró esto agregando, ‘Pero te pueden ayudar a aprender’. Esto es bastante obvio. Ya sea aprender a tocar un instrumento musical, jugar un deporte, o una amplia gama de otras actividades humanas, podemos darnos cuenta intuitivamente de que los docentes no crean el aprendizaje; solamente los aprendices pueden crearlo. Y, sin embargo, nuestras aulas parecen basadas en el principio opuesto: que si realmente se esfuerzan, los docentes pueden “hacer” el aprendizaje por los estudiantes” (Wiliam 2011: 145. Embedded Formative Assessment. Solution Tree Press.).

Un niño tocando la guitarra

Muchas veces perdemos de vista esta cuestión. Tenemos un objetivo predefinido por el currículo, damos por sentado que el estudiante tiene que querer llegar allí -aunque solo sea para aprobar el curso-, y nos limitamos a corregir su rumbo: ponemos nuestro afán en explicar a los alumnos qué errores tuvieron, cómo deberían haber hecho las cosas, qué tiene que corregir. Pero nos saltamos el problema de la voluntad de aprender por parte del estudiante -o suponemos que eso debería venir de la familia y no es nuestro problema-.


Pero, como muy bien lo expresó Philippe Meirieu, No hay aprendizaje sin deseo. Pero el deseo no es espontáneo, el deseo hay que hacerlo nacer. Es responsabilidad del educador crear situaciones que favorezcan la emergencia de este deseo. No nos podemos contentar con dar de beber a quienes ya tienen sed, también hay que dar sed a quienes no quieren beber”. Esta es probablemente la mayor dificultad del oficio docente, porque está fuera de nuestro control. Podemos intentarlo de mil maneras, pero dependemos siempre de la libertad del otro, del estudiante, sobre la que podemos intentar incidir, pero sin garantía de éxito.


En este contexto, es esencial diferenciar entre dos tipos de retroalimentación: la que genera dependencia y la que fomenta la autonomía. La retroalimentación que genera dependencia es aquella en la que los estudiantes se vuelven pasivos y esperan siempre que el docente corrija sus trabajos y les diga qué deben hacer. Ante cada tarea esperan que el docente defina si está bien o no. Pero podemos pensar también en formas de retroalimentación que fomenten la autonomía ayudándoles a pensar sobre sus producciones y desempeños, desarrollando su capacidad para enfrentar los desafíos académicos por sí mismos.


Así, podemos pensar la retroalimentación como información dada a cada estudiante con el fin de que no se desvíe del objetivo de aprendizaje preestablecido por el currículo y el docente o, en cambio, podemos concebirla como información proporcionada con el propósito de ayudarle a ampliar y mejorar su comprensión y su desempeño de manera autónoma.


Es aquí que resulta de interés introducir el concepto de devolución. Este término tiene su origen en el verbo «devolver», que proviene del latín y significa «hacer rodar hacia atrás» o «volver algo al lugar de donde salió». En su sentido más básico, devolver es regresar algo a su punto de partida o a su dueño original.


En psicología, especialmente en el ámbito clínico y terapéutico, la devolución se refiere al proceso mediante el cual el profesional comunica al paciente o cliente observaciones, hipótesis, diagnósticos o interpretaciones surgidas durante el trabajo terapéutico. No se trata solo de transmitir información técnica, sino de hacerlo de forma empática y comprensible, facilitando que la persona pueda integrar esa información en su proceso de autoconocimiento y sanación. La devolución en psicología busca promover la reflexión y la toma de conciencia por parte del paciente, evitando juicios o diagnósticos cerrados.


En las disciplinas artísticas la idea de devolución suele vincularse a instancias de crítica constructiva que surgen en espacios como talleres creativos o procesos de formación. Aquí, la devolución no se entiende como una corrección externa, sino como una respuesta que devuelve al autor o creador una mirada sobre su propio trabajo y un intercambio de impresiones y sugerencias que ayudan al creador a tomar distancia de su obra, reconsiderar decisiones y abrir nuevas posibilidades de exploración. Esta práctica fomenta la construcción colectiva de sentido y la circulación de perspectivas diversas, alimentando la evolución de la obra y del propio artista.


De allí mi preferencia por el concepto de devolución. La devolución implica ayudar al estudiante a construir autoconciencia, a “darse cuenta” por sí mismo de lo que está logrando y lo que no. Implica partir de la base de que necesito cultivar en el estudiante el deseo de aprender y mejorar. La retroalimentación muchas veces ignora la subjetividad del estudiante. La devolución implica una apuesta al involucramiento del estudiante con el aprendizaje -in-volucrar: dar una vuelta hacia adentro, envolver-, del mismo modo que un artista o un deportista quieren mejorar sus producciones y desempeños. No se trata de asegurarme que el estudiante llegue a un objetivo predefinido sea como sea, sino de que se involucre en un proceso personal de comprensión y construcción de significados.



Estas reflexiones aplican no solo al trabajo en el aula, sino también a las tareas de orientación, supervisión y acompañamiento del trabajo docente. Muchas veces a partir de una visita al aula el supervisor se coloca en el rol de señalar todo lo que considera que estuvo bien y que estuvo mal. Y otorga una calificación o juicio al docente. El docente queda colocado en una situación de subordinación y de cumplimiento externo de las formas. Una buena devolución, que ayude al docente a darse cuenta, a comprender mejor su trabajo y a desear “salir” a hacer un recorrido para mejorarlo, es el corazón de la supervisión concebida como acompañamiento. Pero este es tema para otro posteo.


En educación la devolución es un acto de cuidado y respeto, en el que quien ofrece comentarios asume la responsabilidad de ser claro, constructivo y sensible a la subjetividad del otro. Al devolver vuelvo al estudiante como espejo, con una imagen de lo que veo que está haciendo, para que tenga una percepción nueva de su trabajo y emprenda nuevos caminos.


Una devolución implica además que el estudiante tendrá la posibilidad de hacer algo con ella, no tiene sentido si no hay un momento siguiente de reelaboración. Es parte de un proceso en marcha que continúa. Muchas veces damos una explicación de las insuficiencias en un trabajo, pero el estudiante ya no tendrá oportunidad para mejorarlo. Muchos autores enfatizan que no hay realmente evaluación formativa si la persona que recibe la devolución o retroalimentación no hace algo con ella.


La devolución es percibida por la persona que la recibe desde su subjetividad. Puede ocurrir que brinde una muy buena devolución, pero que la otra persona la perciba como una agresión, o la sienta como algo lejano, incomprensible o irrelevante. Una buena devolución implica cierto grado de empatía con el estudiante. Necesito entrar en contacto en un nivel afectivo, involucrarme, traspasar la superficie del mero cumplimiento de la obligación de corregir y hacer comentarios. El estudiante necesita sentir esa empatía y un vínculo que lo convoca a algo nuevo, a salir de sí. La devolución es una invitación y un desafío a continuar avanzando en un camino largo y tortuoso, como lo es el aprendizaje.


La devolución suele expresarse a través de comentarios orales. Es lo normal en psicología, arte y deporte. En educación nos vemos obligados, por razones de tiempo y cantidad de alumnos, a hacerlo en forma escrita. El formato escrito se presta más a malentendidos y a la pérdida del sentido de la devolución. Por eso es importante poner mucho cuidado en la forma de expresar las devoluciones por escrito y apelar más a estrategias de coevaluación entre pares. Abordaré este tema en un próximo posteo.

Una maestra con un grupo de niños tocando instrumentos musicales

Lo expresado hasta aquí no implica, en modo alguno, que esté mal corregir o indicar errores. Hacerlo es necesario en muchos momentos. Lo importante es que el conjunto de nuestro modo de trabajar ayude a los estudiantes a comprender lo que aprenden y a apropiarse de su propio trabajo. Volverse “autores”. Lo que necesitamos evitar no es el señalamiento de errores sino la construcción de relaciones de dependencia del alumno respecto del docente en tanto única autoridad que continuamente define lo que está bien y lo que está mal. Lo que necesitamos evitar es la construcción de un rol de alumno que trabaja para ser aprobado por el docente y que no se apropia de su aprendizaje.

Una entrenadora con una atleta joven en la pista

Termino con una breve reflexión sobre las dificultades para llevar adelante la evaluación formativa dentro del paradigma educativo en el que trabajamos. El sistema educativo en el que nos formamos y en el que enseñamos fue construido sobre la idea de que todos los alumnos pueden y deben aprender las mismas cosas, en los mismos tiempos y realizando las mismas actividades. Esta idea se plasma en los currículos escolares, que definen lo que todos los alumnos deben aprender año a año y, a veces, mes a mes. Todos deben aprender lo mismo. A lo sumo admitimos algunas “adecuaciones curriculares” para niños o niñas con necesidades especiales, que muchas veces son instrumentadas como “tolerancia” a que hagan menos que los demás.


En este paradigma educativo la calificación juega un papel central. Se evalúa a los estudiantes para constatar que han logrado lo que define el currículo. En caso de que no lo hayan alcanzado, en algún momento reprueban. En caso de que lo hayan alcanzado, avanzan al escalón siguiente. La calificación opera además como un sistema de premios y castigos que distingue entre buenos y malos alumnos.


Hacer evaluación formativa requiere, inevitablemente, romper con este paradigma. Implica asumir la diversidad de los estudiantes y de sus trayectorias y tiempos de aprendizaje. No todos llegarán al mismo tiempo a los mismos logros. Los niños y las niñas avanzan por recorridos diferentes. El problema es que la calificación, aunque tenga distintos vestidos -usando ”en proceso” en lugar de un número o letra- sigue estando allí, con su connotación de comparación entre estudiantes -porque las notas deben ser “justas”- y de sanción por no haber llegado el nivel esperado en el momento esperado. Por eso decía al comienzo que estamos entrampados. Porque las calificaciones siguen siendo demandadas por las normativas y por las familias.


El énfasis en la evaluación formativa requiere pensar de manera radicalmente diferente el acto de calificar y, probablemente, pensar en un paradigma educativo que prescinda de las calificaciones. De lo contrario, como en un juego de naipes, calificación mata evaluación formativa.








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